Radioterapia 1

Esta entrada pertenece a la serie: Cáncer

Susana Aparicio llegó hoy con tacones y vestido negro a medio muslo. Ella, de cuarenta y tantos y yo, somos las más jóvenes y las de aspecto más saludable en la sala de espera de radioterapia a donde vamos todos los días a las seis y media de la mañana. Es una de las pocas que acuden solas, se adivina que por propia voluntad, por la necia aspiración de autosuficiencia. Parece obvio, por su manera de vestir, que después de sus sesiones, debe ir a trabajar. La imagino en una oficina en la que una parte del tiempo lo pasa sentada frente a una computadora, y otra parte camina entre los escritorios de hombres que le miran las piernas. A veces, en la sala, la veo sacar una bolsa de donde extrae base de maquillaje, sombras y una serie de aditamentos con los cuales se maquilla mientras toca su turno. Me recuerda a las chavas que se arreglan en el metro, camino al trabajo, esas mujeres confiadísimas en que terminarán a tiempo, antes de llegar a su estación. Susana no podría ser tan calculadora, en principio, porque nunca sabemos cuándo seremos las primeras y cuándo se retrasará el ritmo de terapias por la descompostura de un equipo. Casi siempre la llaman rápido. Me da curiosidad saber si se levanta de la silla con un solo ojo pintado o tiene todo perfectamente controlado. Pero hoy no fue igual, llegó más acicalada que de costumbre, sus rizos decolorados estaban voluminosos y el maquillaje concluido. Me concentré en aspirar con fuerza y pude sentir un perfume muy sofisticado desde su lugar. No es que ponga mucha atención, de esas cosas me doy cuenta poco a poco, cuando se sientan cerca de mí o escucho un nombre llamativo por el micrófono. Hoy le tocó muy pronto, ella casi encabeza la lista de su equipo. Se levantó y vi sus pantorrillas bronceadas caminar hacia la puerta.

Yo sé lo que pasa cuando Susana entra a la sala donde irradian. Se quita la ropa de la cintura para arriba detrás del biombo de madera y se cubre con una especie de funda de almohada color verde menta, se acuesta sobre la plancha de acero que está un poco inclinada y permite dócilmente que el técnico la mueva para alinear el láser con los puntos que todos tenemos tatuados en el cuerpo. Una vez ajustados los aparatos y colocada la placa de treinta por cuarenta centímetros, el técnico sale para irradiar desde afuera por aproximadamente cinco minutos. El técnico puede ver que uno no se mueva ni un poco desde un monitor externo. El ritual dura en total unos quince minutos, incluyendo las acciones de bajar de la plancha y volver a vestirse.

Cuando llamaron a Susana ese día, la imaginé muy desperdiciada sobre la plancha, con su traje ajustado y sus zapatos incómodos, completamente anacrónica, extraña, como si no le tocara estar ahí. Salió muy pronto de la sesión, esta vez no traía su bolsa porque la dejó con «su familiar» que es como llaman en el hospital a cualquier acompañante que uno lleve. La esperaba un señor más o menos de su edad, con camisa limpia y recién bañando. Ella se le acercó muy sonriente y le dijo «ves, te dije que era rápido, tardamos más en llegar aquí», guardó su carnet en la bolsa y se fueron juntos, se veían hermosos, con la belleza que da sentirse junto a alguien. Para mi esos dos durmieron juntos anoche, quizá por primera vez y él le hizo sentir que no estaba enferma, que no importaba madrugar al día siguiente, tocó su cuerpo, incluso la «parte afectada», la besó. Ella se levantó a las cuatro cuarenta y cinco de la mañana, se metió a bañar, cerró los ojos bajo el chorro de agua pensando en él, al abrirlos lo vio desnudo frente a ella, como una aparición tomando el bote de shampoo. No esperaba tanto, hubiera sido suficiente que se acercara a ella en la oficina y la invitara a salir, que la escuchara hablar de su mal, de las raras felicidades del enfermo y sus anécdotas de sala de espera. Después de la ducha salieron juntos a la calle, en la oscuridad todavía, observando a los seres de la madrugada, taxistas, vendedores de jugos de naranja, personas con mochila que van a su trabajo. Todo lo veía Susana con orgullo, con la superioridad de quien se levanta temprano y conoce mejor el día que los demás. Dueña de si misma, tembló cuando él tomó su mano. Y la noche anterior desfiló por su mente en la plancha, miró fragmentada su cara maquillada en el reflejo del acero redondo de la máquina, le pareció que estaba curándose. No sentía el frío del aire acondicionado, en vez de el zumbido del aparato, escuchaba los «me gustas» y las respiraciones magnificadas de ambos.

La pareja finalmente salió de la sala. Miré a las señoras que parecen hermanas, peinadas con trenzas canosas y rebosos, saludan siempre amables y se sientan a charlar serenamente como si estuvieran en la banca de un parque a donde van a ver el amanecer, y cerca de ellas el hombre de ropa deportiva y maleta, con aspecto de ir al gimnasio, va con su hija que, a pesar de ser adolescente, no parece reprochar el hecho de acompañarlo todos los días. Y parejas, y hermanos, y novios y cuñadas… noté que todos parecemos estar fuera de lugar. Quise decírselo a Javier. Lo miré, ojeroso, leyendo sus asuntos junto a mí. Quise decirle, mira, la gente se quiere, viste a Susana hoy, estaba preciosa, nunca noté que fuera bonita, irradiaba vida… quise decirle y toqué su rodilla, me miró sonriente, amoroso, callado. No dije nada pero me sentí casi tan feliz como vulnerable.

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Jojana Oliva
Jojana Oliva

Maestra en Literatura Comparada (UNAM). Interesada en teoría, crítica, creación literaria así como en la relación entre las artes y entre literatura y ciencia.

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