Ahora que te encuentras entre árboles, hay un hecho alrededor de su existencia que siempre me gusta evocar de vez en cuando. Es de esas cosas que a primera vista entendemos completamente al revés, y sólo cuando lo pensamos nos damos cuenta cómo son en realidad.
Imagina una semilla que plantas en la tierra, la cubres y la riegas. Con el tiempo surge un tallo, que con el paso de los años se convierte en un duro tronco. Como es obvio, la semilla ha pasado de ser diminuta a gigante, en la forma de un árbol. La madera del árbol, sus hojas, flores y frutos, están hechos de materia. ¿De dónde ha surgido esa materia? ¿De dónde proviene el material del que están hechas las ramas, el tronco y las hojas? No estaba en la semilla como es obvio. ¿De dónde ha salido?
La respuesta natural es pensar que ha surgido de la tierra, esa que con tanto ahínco hemos regado, abonado y cuidado. La tierra convirtiéndose en madera, hojas y frutos. Pero esa es la respuesta incorrecta porque el material no ha salido de ahí, por sorprendente que suene. Es fácil notar que la tierra no es completamente necesaria si recordamos ese experimento en la escuela, con la semilla en algodón que colocamos en un recipiente para verlo crecer. ¿De dónde ha surgido el material del tallo que surge, si no es el algodón que lo envuelve? Obviamente no proviene del algodón, ¿pero entonces de dónde? Y después de mucho preguntárnoslo a nosotros mismos aparece una respuesta, que aún sonando muy descabellada es la única que parece tener sentido y, de hecho, es la correcta: el material sale del aire.
Todo lo que conforma al árbol ha sido primero aire. El árbol, todo árbol, es aire petrificado. Es el material que flota, entra y sale de nuestros pulmones, condensado por un proceso que casi es magia, en algo bastante más sólido y más pesado. El dióxido de carbono, gracias a la fotosíntesis es separado, dejando a un lado el oxígeno que la planta libera fuera de sí, conservando el carbono, que en buena parte la constituirá. Nosotros después tomamos el oxigeno y le agregamos el carbono, liberándolo al exterior, cerrando el ciclo.
Claro que eso de separar moléculas consume energía, y la energía tiene que salir de algún lugar. En este caso, viene del Sol. Es él quién brinda la entrada energética que permite al proceso avanzar. De pronto nos descubrimos conectados a la estrella más cercana, que provee de energía a las plantas que después comen otros animales que comemos nosotros. Nuestra energía, al final, la que usamos para caminar, pensar, escribir y todo lo demás, es del Sol. Claro, con las respectivas transformaciones involucradas. Pero del Sol a fin de cuentas. Y como todo lo demás, venimos del aire.
Es interesante cuando uno gira un poco la cosa y la entiende completamente diferente. Nuestro sentido de la vista, tan rey como se ha dicho que es, pareciera de pronto anular la presencia del aíre sólo porque no la puede percibir… Tal vez así pase con otras tantas cosas en la vida…