Quien recibe una idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la mía; igual que quien enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a oscuras.
Thomas Jefferson
Un pastel se puede robar. Lo que comas tu no lo puedo comer yo. O unos zapatos, si los usas tu no los puedo usar yo. O un auto o una casa. Pero, ¿podemos decir que se roba la flama de una vela que es capaz de saltar de pabilo en pabilo? Si enciendes tu vela con la mía, yo no pierdo mi flama y ahora los dos tenemos una.
La discusión sobre si un objeto inmaterial puede ser robado ya la hemos tenido antes. No sólo con las obras de arte, sino con el software. Hace más de 20 años se discutía con fervor sobre una nueva manera de entender los derechos de autor, las patentes de software y demás, en un nuevo mundo donde se habían democratizado los medios de copia y distribución de esos objetos inmateriales.
Todo inicio con las cintas de cassette y los VHS piratas, pero el verdadero boom llegó con la Internet. Las música se distribuía masivamente por Napster, el software se copiaba casi sin restricción por eMule.
Para los interesados en el tema, se hicieron populares libros como Free Culture, de Lawrence
Lessig, y en español Copia este libro, de David Bravo. Pero también obras más pequeñas como El derecho a la lectura de Richard Stallman, o El futuro digital y el pasado analógico de Kembrew McLeod.
Todos abogaban por un nuevo entendimiento del copyright y la propiedad de las obras artísticas e intelectuales. Vamos, la posesión de la información. Se inventaron el copyleft, el software libre, o licencias más permisivas. El contexto era diferente al que tenemos hoy día: el cuestionamiento era sobre cómo el entendimiento tradicional de la propiedad ahogaba la cultura, los derechos y la creación.

Hoy el contexto es un poco distinto. Ya no es sólo la distribución de los bienes inmateriales sino su creación misma, y la forma en que la nueva IA generativa (creadora de bienes inmateriales) se inspira en las creaciones previas. Pero para abordar el problema presente, primero tenemos que entender la noción de propiedad intelectual.
El objeto de la propiedad intelectual
Los derechos de autor surgieron con la imprenta, cuando sólo los editores podían reproducir obras, por lo que las leyes iban dirigidas a ellos. Sin embargo, los avances tecnológicos cambiaron eso: con fotocopiadoras, casetes, computadoras e Internet, cualquier ciudadano podía hacer copias fácilmente, convirtiéndose en el principal destinatario de las leyes correspondientes.
La propiedad intelectual, al ser intangible, se escapó del control de quienes antes la dominaban. Para contrarrestar esto, las leyes aún hoy intentan transformarla en propiedad privada, aunque su naturaleza no lo permite. Bajo el argumento de proteger a los creadores, en realidad se oculta un interés comercial de grandes empresas, que han impulsado normativas restrictivas y criminalizado el intercambio de contenidos en plataformas como P2P.
El principal obstáculo de este enfoque es que las obras intelectuales no pueden poseerse como los bienes materiales, ya que pueden ser compartidas sin excluir a otros. Mientras que un objeto físico pertenece exclusivamente a su dueño, una canción o un libro digital pueden estar en todas partes al mismo tiempo. Las leyes actuales intentan imponer una lógica de apropiación imposible, generando una desconexión con la realidad social y física, donde el acceso al conocimiento y la cultura desafía estos intentos de control.
Los derechos de autor existen y son legítimos, pero no deben confundirse con la propiedad tradicional. La idea de poseer una obra intelectual como un bien material contradice la realidad.
La propiedad intelectual en sus inicios no tenía como objetivo principal la obtención de beneficios económicos, sino que estos son sólo un medio para cumplir su función social. La renta económica obtenida por la propiedad era un mero instrumento para lograr su verdadero propósito, que era la difusión de la cultura.
Tampoco es la forma de pensar «natural», aunque nuestra sociedad nos ha obligado a normalizarlo así. Los primeros programadores no se pensaban «dueños» de su software, y sólo lo veían como la forma de usar sus máquinas. Era un medio y no un fin. Fue la llegada de empresas como Microsoft las que cambiaron la forma de entender el software como una mercancía que tenía licencia de uso (ni siquiera de propiedad).
Citando al Catedrático en Derecho Administrativo Español, Javier Bárnes:
En definitiva, por virtud de la función social, la utilización del bien, su explotación económica, no constituye el objetivo final de la propiedad privada. El rendimiento económico que pueda derivarse del bien ha de contribuir -con una cuota de participación que determinará el legislador- al beneficio social, verdadero fin de la institución.
En este sentido, la propiedad intelectual siempre ha estado limitada por las leyes (por ejemplo, está limitada en el tiempo), ya que su finalidad no es garantizar beneficios económicos ni sostener industrias. Su razón de ser ha sido incentivar la creación cultural para beneficio de la sociedad, como lo estableció, por ejemplo, el Estatuto de Ana de 1710, que otorgaba derechos de autor para motivar a los creadores a escribir obras útiles.
La romantización del arte
Hay una forma idealizada de entender al artista, donde se ven vulnerados sus derechos de autor, cuando se usan sus obras fuera de su autorización explícita, lo cual en principio es correcto. Pero lo cierto es que en muchos casos, sobre todo en el caso de artistas mundialmente conocidos, ellos mismos no son dueños de los derechos sobre sus obras. ¡A veces ni siquiera de su denominación! ¡Hemos visto solistas y grupos que cambian de nombre porque no son dueños de su propio nombre!
Los verdaderos dueños son grandes conglomerados empresariales, o listillos aprovechados, que poco o nada tienen que ver con la creación de la obra, pero se benefician de ella. Por lo que la defensa de los derechos de autor entendidos como una protección a los creadores pierde fuerza.
Otra idealización, en este caso del arte mismo, es pensar que las obras surgen casi al completo del interior del propio artista, cuando en realidad casi toda obra es realmente una derivación. Como dicen por ahí, uno es el promedio de las personas que ha conocido, y las obras de un artista son algo parecido. Suelen tener mucho, casi todo, de las obras que el propio artista ha contemplado o lo han marcado.
No existe el arte aislado, y no existe obra que no esté anclada fuertemente a sus predecesoras. No hay músico que no posea en su colección ese cassette o disco pirata que le sirvió de inspiración, ni un montón más de influencias por las que nunca pagó.
En este contexto, no está fuera de lugar preguntarse por qué el aprendizaje de una máquina sería menos lícito que el aprendizaje natural que tiene una persona que le sirve como base para inspirarse y crear una obra «propia».
Ante esto último alguien podrá objetar que el problema no es tanto que la máquina genere bienes inspirados en otros, como el beneficio quizá ilícito que da a sus creadores. Quien dice esto no está entendiendo a dónde se dirige el mundo. Está tan concentrado en el momento que pierde por completo de vista la imagen global. El actual estado de cosas es temporal. En cosa de muy poco tiempo la mayoría de los modelos capaces de hacer tales cosas serán libres y abiertos. La IA misma es información. No van a dar más beneficio que para aquellos que directamente los utilicen o los ofrezcan. Serán un commodity. Además, es fácil de entender que los sistemas de IA, en sentido estricto, no necesitan violar ningún derecho de autor para existir. Aunque ciertamente hoy es difícil conseguirlo, sólo es cuestión de tiempo. ¿Cuál será la base del reclamo contra la IA como afrenta al arte entonces?
Adaptarse al mundo
Hasta hace no mucho, los verdaderos beneficiaros de los derechos de autor fueron los grandes consorcios, los distribuidores, las productoras, o las grandes casas disqueras, no tanto los artistas. Y se han creado verdaderas mafias alrededor del tema.

Sólo hasta hace muy poco, cuando se democratizaron los medios de copia, creación y distribución, los artistas pudieron optar por la auto-publicación, lo que les ha dado mayor control sobre las obras. Pero todo ha sucedido tan rápido, que no ha dado tiempo a la desaparición de las mastodónticas casas productoras. Antes se han reinventado para sortear los reclamos de hace dos décadas: ahora hacen streaming.
El streaming suspendió momentáneamente el debate sobre la «propiedad» de un bien intelectual (si acaso el concepto tiene verdadero sentido), pero hoy renace a la luz de que los bienes también pueden ser creados casi sin mediación humana. Como es inevitable, dichos bienes descansan, como cualquier otro bien intelectual, en las creaciones previas.
La forma en que entendemos el arte debe cambiar. No sé de que manera debe expresarse ese cambio. Intuyo que la definición de arte debe partirse en dos mitades bien diferenciadas: la parte que corresponde a la creación, y la que corresponde a su apreciación, entendiendo su independencia.
Si no hacemos esa separación, ¿qué nos va a pasar el día que, después de leer esa novela que nos ha hecho disfrutar y reflexionar tanto, quizá planteándonos dilemas existenciales muy personales, terminemos por descubrir que fue escrita enteramente por una IA? Deberíamos ser capaces de reconocer que esas emociones y reflexiones en nosotros son reales, al margen de la intencionalidad de la obra, y que por tanto son una experiencia de apreciación artística real.
Algo sí estamos perdiendo
La capacidad de generar ingresos con la creación artística y el trabajo creativo tal vez cambie para siempre. Puede que ya nunca se gane dinero con esas actividades como antes. Ante esto me surgen dos preguntas: ¿Exactamente cuál es el tipo de actividad creativa que se ve afectada? Y, ¿esto es una afrenta a los que monetizan el arte o al arte en sí?
Y resalto estos dos puntos porque los más catastrofístas lo pintan como la muerte del arte y la belleza en este mundo.
¿Qué porcentaje del trabajo creativo pagado realmente podríamos considerar arte? ¿Un flyer suele ser arte? ¿Un cartel? ¿Un comercial? Y, ¿qué porcentaje de lo que podemos llamar arte producido en el mundo realmente ha servido como medio de subsistencia del artista?
A falta de datos precisos, mi intuición me dice que la mayoría del trabajo creativo pagado en el mundo no es arte, y que la mayoría del verdadero arte producido o ejecutado no mantiene a sus creadores.
Mi punto es: la generación de contenido automático por IA no es una afrenta al arte en si. No se puede decir lo mismo de los autores que viven de su actividad creativa. Pero es muy importante distinguir entre estos dos aspectos.
Los amantes de las artes, los que amen dibujar, escribir o componer música, seguirán dibujando, escribiendo o componiendo música; en el mismo sentido en que los jugadores de ajedrez siguen jugando ajedrez a pesar de existir máquinas imbatibles que juegan mejor que cualquier persona. Siempre que las personas encuentren buena parte del sentido y gozo de su expresión artística en su elaboración y proceso creativo, será así. Siempre que alguien valore el trabajo de una persona real detrás de una obra, también se mantendrá la necesidad consumir ese arte. La IA, en todo caso, reemplazará las creaciones que realmente no se querían hacer en primer lugar, o que tenían un fin publicitario o mercantilista.
Pensar en la muerte del arte es casi ridículo. Considérese el placer de bailar. Nadie va a dejar de bailar porque aparezcan máquinas que bailen con mayor gracia y precisión que cualquier persona, porque bailar es un fin en sí mismo. Es en el acto de bailar donde se encuentra el placer y el gozo. También puede haber gozo en reconocer las habilidades físicas de alguien que baila.
Lo que pasa es que, como amantes de las artes, nos gustaría que todo mundo valorara el arte. Pero me parece que la IA sólo hace evidente algo que siempre ha estado ahí: no todo mundo la valora. Sólo que ahora es más obvio. Si no lo valora hoy, si no le importa hoy, es que no lo valoraba antes tampoco.
Me preocupa mucho más el terreno del aprendizaje (y no sólo del arte). Si uno ya sabe dibujar, componer o programar está bien. ¡Pero qué difícil me parece la idea de aprender a hacer algo cuando es tan cercana la tentación a tomar un atajo!
Una cosa muy diferente es si se podrá ganar dinero de cultivar una expresión artística. Porque vivimos en esa lógica: que deberíamos poder vivir de eso. Pero me temo que esa idea se tiene que dejar un poco a un lado. Esa idea cada vez más es más y más incompatible con nuestra realidad física. Y mientras más se resista alguien, más le dolerá.
Seguramente en el ámbito laboral todo cambiará, y probablemente se pueda vivir mucho menos de una actividad artística o creativa como ha sido hasta ahora. Eso nadie lo niega. Y sí, me parece un perjuicio para las personas que hoy día viven de alguna actividad así, pero no me parece un perjuicio al arte en sí. ¿Quien sabe? Quizá en el futuro la gente termine por tomar como algo bueno que el arte «real» se librase de la «lógica del capital» o de la necesidad de ser un «producto» o «mercancía» más.
Un nuevo orden
El cambio de dinámica laboral a consecuencia de esta omnipotencia creadora de información (sea cual sea su naturaleza y expresión) es relevante, pero está enmarcada en una problemática mucho más general que compete al funcionamiento de nuestra economía, cosa que deberemos resolver.
Se podría decir que en el espacio fásico que representa nuestra dinámica social y económica, hemos recibido un empujón muy fuerte que nos deberá llevar, irremediablemente, a otro estado de equilibrio, que por ahora nos resulta desconocido. Mientras eso sucede, habrá tensión, resistencia e inconformidad por el nuevo estado (temporal) de las cosas.
Hay una realidad que debemos aceptar: toda actividad económica que consista en la creación, modificación, manejo o análisis de información intangible (y esto incluye las expresiones artísticas, la escritura, la programación, entre muchas otras), que sea proclive de ser automatizada, está destinada a reducir su valor monetario de forma considerable.
Es una gran afrenta para una sociedad que se vanagloria de girar en torno a la información, pero ese es el estado de las cosas. Las actividades económicas relevantes en el futuro, me parece, girarán de nuevo alrededor de lo físico, de lo personalizable, de lo que no se puede copiar en el sentido informático del término. Alrededor de todo aquello que se debe construir desde cero cada vez que se necesite.
En vez de resistirnos al cambio y hacer más doloroso todo, deberíamos intentar entender nuestra nueva realidad física. Hay una oportunidad de oro para hacer al mundo un lugar un poco mejor. Por ejemplo: si de verdad la productividad crece exponencialmente con nuestros nuevos dones tecnológicos, podríamos abogar por tener más tiempo libre para dedicarlos a vivir, y entre esas actividades, ¿por qué no?, hacer más arte de verdad.
Si nos empeñamos en mantener las cosas como antes, cosa que no va a suceder, podríamos perder oportunidades así.
¿Una pérdida de lo humano?
Que la IA generativa trivialice algo que otrora era el resultado de un gran esfuerzo, estudio y sentimiento, casi un propósito para la existencia personal, puede resultar insultante y ofensivo para quienes cultivaron tales disciplinas. Ahí están las palabras de Hayao Miyazaky cuando dice que la IA generativa es «un insulto a la vida misma».

Pero no podemos quedarnos ahí. Creo que la IA generativa nos da la oportunidad para aprender una lección de humildad. El ser humano siempre se ha considerado el rey del Universo. Primero se imaginaba en su centro geométrico. Aún cuando esto resultó obviamente falso, nunca dejó de considerarse el pináculo de la creación de alguna otra forma. Se pensó a sí mismo el animal racional, el más inteligente, el único civilizado.
Ahora que ve amenazadas sus capacidades más preciadas por agentes sintéticos, se le revuelve el estómago. No es que corran más rápido o brinquen más alto. No es que hagan esas cosas aburridas que no quiere hacer, es que invaden lo que considera su último rincón en el Universo. El último que todavía le quedaba para él solo: los procesos cognitivos significativos.
El ser humano debe comprender que ahora compartirá el mundo con otros agentes inteligentes. No inteligencias de tipo humano, pero inteligentes de alguna forma. Más allá de los intereses comerciales involucrados, debe ser capaz de ver a través de ellos su posición en el esquema de las cosas.
No me voy a detener con los que creen que los modelos de IA son «predictores de texto glorificados» o «pericos estocásticos», porque ese tema es lo suficientemente profundo para ser tratado aparte. Pero sí quiero señalar como muchos de los que se sienten ofendidos son aquellos que toda su vida han mostrado gran curiosidad para, no sé, tener contacto con alguna civilización avanzada venida del espacio exterior, por ejemplo.
Supongo que esto viene de que, inconscientemente, uno concibe esas civilizaciones hipotéticas como algo parecido a nosotros, sin considerar seriamente lo absolutamente trivial en que podría convertirse lo que para nosotros es lo más valioso, a la luz de su mera existencia. Como hoy sucede con los poderes de la primitiva IA que nos hemos inventado.
Si nuestra primitiva IA los hace ya tener ese choque intelectual y emocional, ¿qué se podría esperar de la hipotética civilización venida de otros mundos?
Al final el arte y cualquier otra cosa que consideremos valiosa, sigue valiendo creo yo, porque tal valor se lo damos nosotros. Tan sólo queda en evidencia que muchos de los andamios sobre los cuales cimentábamos dicho valor eran débiles, blandengues y frágiles. Añadiría que dichos andamios eran innecesarios. Todo lo que sucede hoy es un espejo que nos deja ver más claro el verdadero lugar que ocupa cada cosa en el esquema universal de la existencia, incluyéndonos a nosotros, nuestra mente y nuestros sentimientos.