El giro del mundo

¿Existe en alguna parte alguien tan idiota como para creer que hay gente que está con sus pies opuestos a los nuestros, sus piernas en el aire y sus cabezas colgando hacia abajo, en donde los árboles crezcan hacia abajo y la lluvia y la nieve caigan hacia arriba? Esas absurdas ideas son el resultado de la loca noción de que el mundo es redondo.

Firmianus Lactantius
tutor de Crispus, hijo de Constantino el Grande

Cuando era niño, la costumbre familiar era pasar nuestras vacaciones en la playa, para disfrutar ahí las celebraciones navideñas. A diferencia del invierno idealizado de la televisión, nosotros lo gozábamos en un entorno tropical lleno de sol, mar y arena. Cerca del lugar donde nos asentábamos había un pequeño acantilado, que gozaba con mirada directa al océano pacífico. Ahí fui testigo por primera vez de una puesta de sol. Lo que mis ojos de niño veían era al disco solar ocultándose bajo las aguas. Literalmente llegue a pensar que el Sol se sumergía en el océano y encontraba la manera de aparecer del otro lado a la mañana siguiente. Ni siquiera imaginaba al Sol como una bola. En mi mente era realmente un disco, tal y como mis ojos lo veían. Tampoco era demasiado grande, porque era capaz de ser ocultado por las aguas. Nunca se me ocurrió pensar en por qué no se evaporaba el océano, o cómo lograba pasar al otro lado del horizonte a la mañana siguiente, ahí, donde no había océano. Olvidé los demás países del mundo y cómo verían ellos la puesta de sol. Estaba pensando en un mundo centrado en mí y no lo hacía muy bien. Tendría unos 4 años.

En las mismas vacaciones tuve la oportunidad de ver el cielo nocturno, lejos de la ciudad que me vio nacer y en la que yo vivía. Era el pueblo natal de mi abuela materna, Ejutla de Crespo en el Estado de Oaxaca, México. Los que han tenido la oportunidad ya lo conocen: un mosaico de incontables luces, algunas centelleantes, que se pueden ver en todas direcciones, que tienen como escenario lo que yo entendí entonces como la oscuridad del infinito. Los cielos nocturnos más hermosos que he visto en la vida los he contemplado ahí, en ese pueblo donde mi abuela vio la luz por primera vez. Me sorprendió la cantidad de estrellas que jamás había visto, colocadas en medio de las que vagamente recordaba.

Identificaba la constelación de Orión, visible en esa época del año, porque tradicionalmente los padres enseñan a sus hijos que las tres estrellas correspondientes al cinturón del legendario cazador, son la representación visual de los míticos reyes magos que traen regalos a los niños. Al menos así me lo enseñaron a mi, de forma que las recordaba e identificaba más que a cualquier otro grupo de estrellas.

Con esa visión del cielo en la mente, mi padre me dijo que las estrellas eran en realidad otros soles situados muy lejos de nosotros. «¿Otros soles?» Me pregunté. Entendí que el Sol era una estrella más. También me dijo que el mundo era redondo y que el Sol no daba la vuelta a su alrededor todos los días. Más bien, era la Tierra quien giraba sobre sí misma una vez al día, y alrededor del Sol una vez por año. En el momento en que lo entendí, fui instantáneamente catapultado por mi imaginación al espacio exterior, y vi al mundo dando vueltas alrededor de una estrella.

Todas estas repentinas revelaciones golpearon poderosamente mi joven intelecto. Gracias a la gran fe y confianza que le tenía a mi padre, no las puse ni por un momento en duda. La realidad con la que esa información me impactó era tan fuerte como si hubiera sido testigo con mis propios ojos de todo aquello.

Me maravillaba no sentir el giro de la Tierra. A veces, cerrando los ojos y en un alarde de ingenuidad, me parecía sentirlo. Pero en la oscuridad de la noche, cuando todo mundo ya estaba dormido, todo parecía tan tranquilo y quieto. El giro del mundo no era algo evidente. Además, ¿cómo era que no caía la gente del otro lado de la Tierra? La explicación estaba en una fuerza fantasmagórica e invisible llamada gravedad. Ella hacía que el planeta atrajera a todos los objetos haciéndolos caer hacia él. Esto significaba que no existían realmente el arriba o el abajo. Tan solo eran una convención, y no era la misma en todos lados ni al mismo tiempo. Esta noción trastocó, más si cabe, el esquema de lo que pensaba era el mundo.

Quizá sean una simpleza, pero mi vívida imaginación aunada a la aceptación total de esas realidades, me maravillaron y cautivaron profundamente. De alguna manera entendí que eran cosas importantes, y cambiaron mi vida para siempre. Los cielos nocturnos, el día y la noche, las puestas de Sol y la gente caminando sobre la Tierra, jamás iban a ser ya lo mismo. No solo eran algo diferente a lo que había pensado, eran mejores y más increíbles de lo que alguna vez me hubiera imaginado.

Cuando mis padres pusieron al alcance de mis manos una antigua enciclopedia, que se vendía en fascículos coleccionables, lo que más me interesaba leer era todo lo relacionado con la Tierra y las estrellas. Ahí supe que la Tierra no estaba sola. Tenía ocho hermanos (1), que como ella, giraban alrededor del Sol. Nuevos mundos y nuevas lunas estaban ahí afuera. Mundos enteros, tan reales como la misma Tierra, la acompañaban en su danza alrededor de su estrella madre.

Había mundos que no tenían luna, y había otros que tenían más de una. Todas tenían nombres extraños. No se llamaban simplemente Luna. Estaban bautizadas como Tritón, Nereida, Titán, Ganímedes, Europa, Calisto, Fobos o Deimos.

Me fascinaba la existencia de esos mundos con más de una luna. Pero había uno en particular que tenía demasiadas. No tenía tres, cinco o diez. Ni siquiera cien. Tenía, quizá, millones de ellas. Me preguntaba: «¿cómo será un cielo atravesado por millones de lunas?» Diminutas, estas lunas se arremolinaban alrededor de su planeta en el mismo plano. Unidas por gravedad, terminaban por formar una estructura de extraordinaria belleza en forma de disco o anillo alrededor de su madre. Este mundo se llamaba Saturno.

Saturno
Saturno.

Supe que la luz no era instantánea, aunque lo parecía dada su increíble velocidad. Su veloz existencia rondaba los 300,000 kilómetros por segundo. Una tremenda distancia en un tiempo muy pequeño. Esa distancia era más o menos la que tenemos a nuestra luna. Esto significaba que vemos a la Luna, no como es ahora, sino como era hace un segundo. Ahí conocí otro concepto: el año luz. Contrario a lo que su nombre parecía indicar, el año luz no era una medida de tiempo, sino de distancia. Representaba la distancia recorrida por la luz durante un año. Una distancia que, por sí sola, raya los límites de lo humanamente concebible.

«Papá, ¿cuál es la estrella que está más cerca?» le pregunté. «El Sol», me contestó sonriendo, a sabiendas de lo que realmente preguntaba. ¡Y sabía la respuesta! «Proxima Centauri es la estrella más cercana.» Él sabía que conocía la definición de año luz, así que continuó diciendo: «Está a poco más de 4 años luz de distancia.»

¡4 años luz! Esa distancia tenía que ser tremenda. ¡Y esa era la estrella más cercana! ¿A qué distancia podrían estar las demás? Después supe que Proxima Centauri era parte de un sistema de tres estrellas que desde aquí parecían una sola. Como nunca, el Sol parecía ser una estrella más entre muchas otras.

La enciclopedia también hablaba de otras cosas: las maravillas del mundo, culturas antiguas. La historia del pensamiento. Un relato que llamó mi atención fue el de Ptolomeo, que consideraba a la Tierra el centro del universo, y la de otro hombre llamado Copérnico, que es el más famoso defensor de la idea del Sol como centro del sistema planetario al que pertenecemos. Copérnico revolucionó nuestro concepto del universo barriendo el modelo Ptolemaico, retirándonos del centro de todo lo que existe. Un duro golpe para la ideología medieval de su tiempo.


  1. En esa época, Plutón aún era reconocido como planeta.
Javier
Javier

Maestro en Ciencias de la Computación (UNAM). Durante mucho tiempo interesado en la difusión del pensamiento crítico, la ciencia y el escepticismo. Estudioso de la inteligencia artificial, ciencias cognitivas y temas afines.

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