Lo bueno de permanecer ensimismado es la calma con que pueden observarse hasta las cosas más sencillas, asomarse a los propios sentimientos como gato que mira al cielo a través de la ventana, acechando las mudanzas de sus nubes para saltar encima de ellas y poseerlas en un descuido. Esa firmeza disimulada de las garras en espera, el discreto calor de su aliento, parecen un preludio a la acción: al momento en que felino y naturaleza comprenden que son inseparables.
El problema viene cuando el día es lluvioso y frío, no brilla el sol ni calienta sus huesos, entonces el animal de ojos nerviosos no puede ver más que penumbra, árboles sin hojas y silencio, empieza a conformarse con la pasividad de su cojín. La ventana se vuelve un muro impenetrable desde el cual la enfermedad y la devastación le son indiferentes. Pierde por completo la esperanza de alcanzar cualquier cosa, se desinteresa en un exterior lleno de peligros y hambre. Poco tarda en agotarse. Aburrido de su evasión, duerme emitiendo el silbido de una maquina obsoleta. Muere de quietud por miedo de cruzar el umbral que lo separa del mundo y hasta sus cenizas son insensibles a todo.
Se corre el riesgo de olvidar que el individuo es parte de un tiempo mayor, de una historia y de las personas que han dado forma a los rasgos de su personalidad. Cada uno ingresa en un fluir continuo de singularidades tan variadas como complejas, los sucesos de la humanidad tienen repercusiones en todos. Es necesario mirarse en un exterior inmediato para volver a uno mismo y comprender la vida entera, la realidad de la existencia.
El mundo es una intemperie agitada, un remolino interminable de posibilidades en las que hay que adentrarse como a uno mismo. Aunque se busque por momentos una guarida, antes es bueno meter todo el cuerpo al torbellino, mover brazos y piernas en el aire, danzar con el polvo fresco y el rocío. Estar afuera, del otro lado de la ventana, dejando que los gatos gordos nos miren brincar las azoteas.
Hermosa foto y buen ejemplo para reflexionar