Tenía doce años cuando leí por primera vez la novela Caballo de Troya de J. J. Benítez. Como a muchos, la historia me impactó y cautivó. Las aventuras de Jasón, así como los gozos y sufrimientos vividos en la Palestina del año 30, eran interesantes, pero más lo era escuchar y sentir las palabras de Jesús (¡de Dios!), a través de las páginas. Era tal el encanto que con todas tus fuerzas deseabas que aquello fuera verdad.
Falso. ¿Y qué?
Como ya quedó claro en un articulo anterior, Caballo de Troya no refleja un hecho real (El libro de Urantia, en el cual se basa, tampoco queda muy bien parado). ¿Qué implicaciones tiene esto para los más devotos, aquellos que, como yo en ese entonces, suspiran por su conexión con el padre celestial? Hay quien dice que lo importante es el mensaje espiritual que deja como legado. Quiero abordar esa cuestión con mayor detenimiento. ¿Está justificado mantener la devoción hacia la obra y sus palabras?
Buscar la verdad
Ser un «buscador de la verdad» es una de las máximas que con mayor frecuencia se repite en la obra. ¿Pero qué deberíamos entender con ella? ¿Qué significa «buscar la verdad»?
Sin hilar demasiado fino, el término «verdad» hace alusión, entre muchas otras cosas, a aquello que es verdadero. A lo real, a lo que existe. A lo que es. No tendría mucho sentido buscar algo que no está ahí.
Cuando recién leí la novela, lo que más me inquietaba era la verdad en todo aquello. ¿Existía? ¿Eran algo más que simples palabras? Pero esto no podría ser el invento de alguien, ¿o sí? Esas preguntas eran en sí mismas un deseo por conocer, por descubrir, la verdad.
A este respecto, las palabras de Jesús que más me habían impactado eran las siguientes:
Durante muchas generaciones, la Tierra acogerá a mortales tímidos, temerosos y vacilantes […] que, al unir sus destinos al de las religiones de la autoridad, pondrán en peligro la sagrada soberanía de sus personalidades, renunciando al derecho a participar en la más apasionante y vivificante de todas las experiencias humanas: la búsqueda personal de la Verdad y todo lo que ello significa… […]
Los descubrimientos intelectuales, amigo mío, constituyen siempre una «aventura» y un riesgo. Pero sólo los audaces, los que obedecen a su propio «yo», están capacitados para enfrentarse a ello. Sólo esos, los auténticos «buscadores» de la Verdad, saben explorar con resolución y sin miedo las realidades de la experiencia religiosa personal. […]
Y estas victorias, único objetivo de la existencia humana, conducen a un fin: la búsqueda personal de Dios.
Buscar a Dios era buscar la verdad, lo cierto y verdadero. ¡Tenía sentido! Algo hizo clic en mi mente y todo se volvió una extraña mezcla de emociones. Por un lado, era el deseo irrefrenable de que todo aquello, todas esas promesas, fueran ciertas. Por otro, era la necesidad de saber si en efecto todo era así. ¿Y si no lo era?
Algunos dirán que esa duda era lo que, precisamente, había que vencer. Pero llegó un momento en que no podía verlo más de esa forma. La duda no se vence, no se mata. Eso sería un profundo acto de deshonestidad intelectual. Si la duda existe es porque está justificada. Para que desaparezca se debe satisfacer. La duda es el primer síntoma de que deseas conocer la verdad. La duda es la búsqueda de las razones, de las bases y el significado. Es la curiosidad sincera, el reconocimiento de que no sabemos. La duda es querer saber lo que es verdad. Preguntamos porque deseamos saber. El que no duda, ¿desea saber algo en realidad? ¿Está buscando la verdad?
Así, para ser congruente con mi devoción, tenía que ser capaz de cuestionar mis propias creencias. De llevarlas al punto de ruptura. De abandonarlas si fuese necesario, realizar una verdadera «búsqueda personal de la Verdad y todo lo que ello significa».
La duda no es miedo ni nace de él. El miedo nace de la duda cuando somos conscientes de que tal vez haya respuestas que no nos gustaría encontrar.
Si acepto algo como cierto solo por fe, ¿cómo podría ser eso compatible con la búsqueda de la verdad, aquella a la que importa si algo es cierto o no? El que acepta algo solo por fe no está muy preocupado por la veracidad de aquello en lo que cree; o tal vez sí, pero su deseo de que sea cierto lo ha vencido. Probablemente cree porque desea que aquello sea cierto, no porque tenga buenas razones para hacerlo. El deseo de que algo sea cierto ha triunfado en su alma, en detrimento de buscar la verdad. Pero buscarla realmente, implica estar dispuesto a aceptar la posibilidad de que todo lo creído hasta ahora este completamente equivocado. No tiene sentido luchar contra esta noción; la verdad, sea cual esta sea, no desaparecerá porque no nos guste.
Todo esto era una posición paradójica para mí. Por un lado, estaba motivada por la búsqueda de Dios, y por el otro, el estricto sentido de las palabras «verdad» y «realidad» obligaban a cuestionar el mismísimo significado y existencia de la cosmovisión que me había creado, la vida después de la muerte, y todo cuanto era importante para mí, ¡capitalmente importante!
«¡Pero yo siento a Dios!»
Tal vez mucha gente lo «siente». Pero muchos otros no solo no lo hacen, sino que «sienten» que no está ahí. Lo que para alguien es verdad, para otro no lo es. ¿Qué nos motiva a negar o afirmar en primer lugar?: la sensación de que tenemos la verdad de nuestro lado. Pero si tenemos humildad y somos capaces de ver que personas diferentes experimentan lo mismo para ideas contrarias a las nuestras, entonces, deberíamos ser capaces también de aceptar que dicha sensación poco o nada tiene que ver con la veracidad de las afirmaciones que defendemos. ¡Los que afirman y niegan no pueden tener la razón al mismo tiempo! ¿No debería ser este hecho un faro de alerta sobre nuestro conocimiento del mundo?
Si todos poseemos la emoción interna de estar en lo correcto, independientemente de que así sea, ¿no debería la revelación de este hecho despertarnos de nuestro letargo condescendiente, para convertirse en la mayor revelación de toda nuestra vida interior? En otras palabras: mi vecino está tan convencido como yo de estar en lo cierto. ¿Por qué sería yo, y no él, quien tuviera la razón?
Lo que ese hecho tan cotidiano y obvio nos señala, muy a nuestro pesar, es que no podemos confiar demasiado en esa sensación de estar en lo correcto que brota de nosotros mismos. Ni siquiera la «sensación de Dios». Para mi, el reconocimiento de esto es la llave a la humildad intelectual.
¿No es fácil observar que personas mucho más inteligentes y capaces que nosotros se ven envueltas en debates similares a los nuestros? Hay genios creyentes y genios incrédulos. Aún por accidente, deberíamos preguntarnos alguna vez si nosotros, menos capaces, podríamos resolver el problema, que como conjunto, se les resiste a ellos.
Debe llegar el día donde sepamos que somos nosotros los que podemos estar completamente equivocados. Un día en que no baste convencernos a nosotros mismos de que estamos bien y los demás mal. Pues cada cabeza encontrará «razones» personales para justificar su postura, sin importar cual sea ésta. Sabemos que eso no basta.
La realidad va más allá de cualquier postura. La realidad es lo que sucede, lo que ha sucedido y lo que sucederá. Si de verdad queremos que nuestros pensamientos entren en sintonía con ella, no podemos tan sólo arbitrar nuestro saber con base a nuestras corazonadas. Debemos ceñirnos a un árbitro externo.
Si nuestro sentimiento no puede usarse como un discriminante para separar las ideas buenas de las que no tienen valor, ¿qué puede usarse entonces? Se me ocurre que podemos comparar nuestras ideas con el mundo exterior, y así saber si funcionan.
Creo que ese árbitro externo es el mundo que nos rodea, y todo lo que él nos pueda decir. Lo constituyen las pistas que nos envía, y el análisis frío y riguroso de esas pistas. Es lo que trasciende a nuestros deseos y nuestras expectativas. Es el conjunto de las evidencias que nos rodean. No significa que, si no hay evidencia de algo, ese algo no exista. Simplemente que no sabemos si está ahí. ¡Las evidencias y las pruebas son extremadamente importantes!
Esto no es «materialismo». Es amor. Es devoción. Si Dios es una palabra con algún sentido y significado real, entonces no puedo imaginar una reverencia más sincera y pura a su naturaleza, que la búsqueda y contemplación de lo verdadero. Es el espíritu postrándose ante la magnificencia de la realidad y la existencia. Esta devoción no conoce el interés ni el egoísmo. No espera la salvación. No pide nada ni busca otra recompensa, que no sea bañarse en la luz del entendimiento.
Cuestionarnos a nosotros mismos
¿No es bastante sospechoso que aquello en lo que creemos sea, precisamente, lo que nos gustaría que fuera cierto? Es curioso que prácticamente todas las religiones del mundo incluyen, de una manera u otra, la idea de vida después de la muerte. Es una constante. ¡Ni siquiera Dios es una constante! Hay corrientes religiosas donde no existe ningún dios personal. Lo que nunca falta es la idea de sobrevivir a la muerte. Si la arbitrariedad guiara la creación de las ideas religiosas, ¿no se esperaría una mayor diversidad? ¿Será verdad, como dicen los críticos, que la religión se basa en nuestro terror a desaparecer, que todo es una construcción, un mito gigantesco que ha evolucionado a lo largo de los siglos para consolarnos de tan aterrador destino?
¿Por qué no hay religiones que pregonen la existencia de Dios pero no la vida más allá de la tumba? ¿Por qué estamos «condenados a la felicidad», como dicen algunos, y no al sufrimiento? ¿Por qué Dios nunca es malo o neutral? Para el creyente la respuesta es obvia: porque no es así, porque dios es bueno y sobrevivimos más allá de la tumba. No entiende lo que significa cuestionarse a sí mismo.
«¿Creo lo que creo por una buena razón, o solo porque me gustaría que fuera cierto?» Me lo preguntaba una y otra vez. Pero no es fácil contestar esa pregunta cuando pone en tela de juicio el significado mismo de tu existencia. «Sin Dios todo es vano. ¡Vamos!, ¡ni siquiera tiene sentido!», me decía. Pero sí lo tiene, solo nos aterra. Es el terror al vacío.
Pero tal vacío no existe. Es solo la indefensión que siente alguien cuando ha basado su vida en lo que puede ser una quimera… y él lo sabe.
Hola Javier.
El anterior comentario que hice, se refiere a uno de los tantos aspectos que muy racionalmente abordas en tú análisis. No obstante, dada la multiplicidad de aspectos que involucras o que necesariamente se deben involucrar en cualquier aspecto que analicemos de tus planteamientos, haré referencia a uno en particular.
La generalidad de las religiones al contrario de predicar la felicidad postmorten, realmente lo que predican es la posibilidad del castigo si no te ajustas a una determinada manera de conducirte «moralmente». Naturalmente, según su moralidad. O en su defecto, predican el estatismo contemplativo en una especie de paraíso, inerte e improductivo, como muestra de premiación por tu conducta obediente y de sometimiento al dogma, según sea la religión que practiques. Lo que en definitiva, en mi criterio, no es más que otra forma de morir.
De allí, que comparto plenamente que la búsqueda de la verdad es condición vital y necesaria para alcanzar el máximo de tranquilidad y paz frente a las múltiples interrogantes que nos plantea el por qué y para qué vivimos.