Los días no son aburridos a menos que así lo considere quien los vive. El temor a contar detalles tediosos o abordar intimidades, puede hacer que los escritores busquen sus temas en un exterior idealizado del que creen no formar parte. Pueden pensar que los lectores no tienen culpa de sus avatares, sin embargo es inevitable hablar de sí mismo y cualquier elección, por pequeña que sea, habla de sí; el hecho de aceptarlo puede hacer que alguien se encamine a la escritura más productivamente.
Tanto Rilke como Sor Juana hablan de la vocación literaria como un ente que habita adentro del escritor y brota naturalmente a temprana edad. Parece obvia la conclusión acerca de la interiorización que implica la escritura pero no siempre el arte es tan sincero, como tampoco lo son las personalidades. Al ejercicio de concentrarse en las vivencias y observar el mundo, podría sumarse el análisis de las lecturas propias en las cuales se transparentan nuestras influencias a manera de diálogo, nuestros intereses reales, las cosas que nos parecen dignas de ser puestas «en papel».
El estilo propio tiene que ver con lo que se ha leído, con lo que se ha vivido y hablado, tanto como nuestra personalidad se relaciona con las personas que conocemos desde la infancia. Quien finge interesarse en algo actúa con mucha más dificultad porque está sofocando su verdadera intuición con la pretensión de abstraerse de su pasado, aislar sus preocupaciones y recuerdos en pos de algo «verdaderamente universal».
Todo tema puede ser interesante si le apasiona a quien lo escribe. Pienso, por ejemplo, en la manera en que despreciamos la naturaleza: los poemas que hablan de riachuelos y frondosos árboles que son testigos de besos castos, nos parecen bobos, no porque la naturaleza lo sea sino porque el tipo de imagen gastada y copiada ya no es eficaz. Lo mismo que grandes pasiones o catástrofes pueden resultar poco impactantes si son relatadas con la frialdad de quien no las comprende ni las transmite. Una mente genuinamente curiosa, crea al mundo al tiempo que lo conoce, realmente vive y tiene capacidad para describir sus percepciones más diminutas sin que parezcan intrascendentes.
La vocación la tiene uno adentro y sale inevitablemente a la superficie, toma forma de palabras, se combina, adquiere estilo, incrementa su repertorio léxico –como dice Bajtín– no gracias al diccionario sino a la vida, a la gente. Lo que vivimos es interesante, la prueba son tantas obras biográficas y autobiográficas que nos apasionan, los fragmentos de grandes novelas son seguramente sugestiones de la vida y deseos del autor, de los individuos que formaron parte de su experiencia.
«Volver sobre sí» como aconseja Rilke es una máxima necesaria para obedecer impulsos, para comprender lo propio y exhibirlo de forma tal que quien lo lea se sienta conmovido por la sinceridad. La técnica misma de las palabras fluye de manera más natural cuando concebimos unitariamente forma y contenido. Las ideas brillan cuando salen de un interior que se deja desbordar en su discurso.