Biblioteca central del UNAM

Ptolomeo y Copérnico

Sé que soy mortal por naturaleza y efímero, pero cuando rastreo a placer el serpenteo de lado a lado de los cuerpos celestiales, ya no toco más la tierra con mis pies. Me encuentro en presencia del mismo Zeus, y me colmo de ambrosía.

Claudio Ptolomeo

Por razones muy equivocadas los griegos creían una verdad: que el mundo era redondo. Para entender su concepto del universo debemos entender el mundo en que vivieron. El cielo nocturno era un tapiz negro salpicado de puntos brillantes que parecían no moverse entre sí, como fijos a una estructura mayor e invisible: la bóveda celeste. Dicha bóveda parecía dar aproximadamente una vuelta cada día, pero no del todo. Conforme transcurrían los meses, las estrellas visibles a determinada hora ya no eran las mismas. Solo volvían a su posición original a la misma hora, hasta que se completaba un ciclo: el año.

No todos los puntos del cielo parecían fijos a la bóveda celeste. Había unos que se movían de forma errática e independiente a todos los demás y así los llamaron: planetas, que significa «errantes».

Algunos consideraron que dichos «errantes» podían ser seres vivos. Otros, que eran dioses.

Posteriormente advirtieron que dichos errantes no lo eran tanto después de todo, sus movimientos presentaban regularidades. A diferencia de todos los demás objetos del firmamento, como las estrellas, el Sol o la Luna, los errantes no seguían trayectorias circulares y continuas a través del cielo. Por momentos parecían detenerse, para después volver sobre sus pasos, detenerse de nuevo y continuar sobre la trayectoria original.

Sistema Ptolemáico

Los griegos tenían una fascinación especial por el círculo, al cual consideraban una figura perfecta. Todos los objetos del cielo parecía obedecer dicho trazo en su movimiento, excepto los errantes. Eso era un dolor de cabeza para ellos, hasta que apareció Apolonio de Pérgamo. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, que preferían atribuir los movimientos aparentemente caóticos de los astros al capricho divino, él intentó explicarlo de forma racional. Hijo de su tiempo y cultura recurrió, como era de esperarse, al círculo.

Como una simple trayectoria circular no bastaba para explicar el movimiento de los errantes, desarrolló la idea del epiciclo. El epiciclo es, simplemente, un movimiento circular que tiene como centro un punto que se mueve, a su vez, de forma circular. Una especie de movimientos circulares anidados. Con ayuda de este concepto, Claudio Ptolomeo logró aproximar de forma notable el movimiento aparente de los errantes. Quedaba así satisfecha la necesidad filosófica que tenían los griegos por explicar el movimiento del cielo a través de dicha figura geométrica.

Un epiciclo sencillo.
Un epiciclo sencillo.

A consecuencia de todas sus elucubraciones nació el sistema Ptolemaico, con la Tierra en el centro; el Sol, la Luna y los errantes orbitando a su alrededor, y las estrellas fijas sobre una bóveda lejana y distante que giraba alrededor de todo, como abrazando al resto.

Si bien era un heredero de la cosmovisión otorgada por Platón y Aristóteles, su concepción del universo difería sustancialmente. La perfección idealizada de los filósofos mencionados era suplantada por complejas elucubraciones sobre los epiciclos, unos dentro de otros, restando elegancia al modelo. Pero Ptolomeo era un empirista, intentando expresar de forma racional lo aparente y accesible, sin pretender describir la realidad tal cual. Como lo afirmó explícitamente, su sistema era sólo un método de cálculo. Con él pretendía explicar las posiciones pasadas y anticipar las futuras de los cuerpos celestes.

Ptolomeo fue uno de los personajes más influyentes de la historia. Sus hipótesis geocéntricas tuvieron gran éxito, determinando el pensamiento de astrónomos y matemáticos hasta el siglo XVI. ¿Quién podría culparlo por pensar lo que pensó? Sin ser perfecto, el sistema que desarrolló podía predecir con relativa precisión el movimiento de los errantes. Por ello, no es de extrañar que la idea del Sol como centro orbital del sistema planetario fuera rechazada de entrada. Aristarco de Samos, un griego, ya había expuesto dicha posibilidad con anterioridad, pero nadie la tomó realmente en serio. Tuvimos que esperar hasta Copérnico, con la publicación de su obra De revolutionibus orbium coelestium (Sobre el movimiento de las esferas celestiales) en 1543, para que dicha propuesta calara en la sociedad, y lo hizo con dificultades. Después de todo, y como ya lo sabemos, el giro del mundo no es algo evidente.

Copérnico se tuvo que enfrentar al hecho de que su sistema no era tan bueno prediciendo el movimiento de los errantes como el sistema Ptolemaico. La raíz de dicha dificultad estaba en que asumía órbitas circulares, cuando en realidad son algo más parecido a una elipse. Esa sutileza le restaba precisión a su sistema. Con todo, el sistema Copernicano se fue imponiendo poco a poco como la explicación más plausible sobre la verdadera organización de nuestro sistema planetario, gracias a otras pruebas indirectas no conocidas hasta entonces. Una de las más importantes fue la apariencia de Venus que, de la misma forma que nuestra Luna, tiene fases. Incapaces de notarlo sin un telescopio, Venus puede verse lleno, menguante o creciente. Las fases resultaban imposibles de explicar con el sistema de Ptolomeo. La existencia de objetos que orbitaran algo que no fuera la Tierra, como las lunas de Júpiter recién descubiertas por Galileo Galilei, también resultaba persuasiva. «No todo gira alrededor de la Tierra» fue un pensamiento que comenzó a calar en la mente de todos sus contemporáneos.

¿En qué consiste la grandeza de Ptolomeo? Él fue quien sistematizó el movimiento de los errantes, evitando atribuirlo al mero capricho de voluntades ajenas a nosotros. Él, junto con Apolonio y otros, se decantaron por buscar reglas de operación en la naturaleza. Y ellos en particular las buscaron en los cielos. Concibieron al Universo como algo comprensible.

Sistema copernicano
El sistema copernicano, tal cual aparece en la obra de su autor.

¿Y Copérnico? Él nos ha dejado una herencia igualmente rica y valiosa. Pero su riqueza no está tanto en la precisión de su modelo planetario, como en la capacidad que éste tuvo para bajarnos de un pedestal. Su ruptura con la ideología medieval de su tiempo, sustituyendo un cosmos cerrado y jerarquizado construido para el hombre por Dios, por uno más homogéneo e indeterminado, fue un duro golpe del que quizá aún no nos hemos recuperado del todo. La naturaleza fue perdiendo su carácter teológico y puso en marcha mecanismos que romperían las barreras del pensamiento.

Inició el largo proceso mental que nos negaba como la razón de todas las cosas. La creación dejaría, poco a poco, de ser aquello puesto para nuestra contemplación. Las estrellas jamás se pondrían nuevamente para nosotros. Abandonamos, paulatinamente, aquel Universo donde nos colocábamos a nosotros mismos como su núcleo. Después de Copérnico jamás fuimos ya el centro geométrico de la existencia. Nos volvimos un punto más. Primero, uno más de los planetas y, siguiendo esa tendencia, nuestro sol se volvió una estrella más, estrella que pertenece a una galaxia más de las incontables que existen en el espacio.

¿Extrañamos ser la razón de todas las cosas? ¿Hemos abandonado tal noción en el fondo de nuestra alma? ¿Podríamos culpar a nuestros antepasados por pensar que la Tierra era el centro del Universo? Alguien podría argumentar en su defensa: «Bien, después de todo, el cielo se ve como si el Sol y las estrellas dieran la vuelta a la Tierra». También podríamos ir más allá y preguntarnos: ¿Y cómo debería verse el cielo entonces, si la Tierra fuera quien diese las vueltas?

Javier
Javier

Maestro en Ciencias de la Computación (UNAM). Durante mucho tiempo interesado en la difusión del pensamiento crítico, la ciencia y el escepticismo. Estudioso de la inteligencia artificial, ciencias cognitivas y temas afines.

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