Esta entrada pertenece a la serie: Cáncer
La puerta uno es la última. La dos es para los que llegan, la tres para todos las demás. Se sabe que hay otra en el sótano y es posible que exista una puerta cuatro al fondo del pasillo pero nunca he llegado hasta allá, no hay tiempo, debemos actuar con rapidez y no desviarnos del camino, evacuar ordenadamente hasta llegar a la salida y volver en veinticuatro horas. El principio es siempre diferente, los individuos son marcados en partes del cuerpo con un pincel que tatúa puntos de acuerdo a la alineación correcta del láser. El paso por ahí es muy corto, solamente preparatorio, se llama «simulación». En cambio, en la sección tres, el tiempo es prolongado, se llega a conocer a quien opera la máquina, se adquiere habilidad para reconocer el propio nombre y acercarse a la puerta en segundos. Desde el umbral puede distinguirse al ser humano precedente en la posición indicada, desnudo y con artefactos que sostienen sus brazos. A través del monitor lo veo bajar de la plancha y vestirse. Estuve ahí quince veces, hasta que esperé largo tiempo y la operadora no me reclamó: ya no me tocaba esa puerta nunca más en la vida, a ese lugar le corresponde el equipo C-600.
La puerta uno, paradójicamente, es la final. La rutina de la tres termina. Todos queremos llegar hasta ahí, es un equipo de electrones mucho más pequeño que abarcará una proporción menor. Antes de entrar nos dibujan un cuadro con tinta indeleble que debemos remarcar nosotros mismos para nunca perder la ubicación, lo hacen coincidir aproximadamente con un círculo que está sujeto a una extensión de la máquina. El círculo tiene en medio un espacio cuadricular que nos acercan mucho más pero ya no se siente la remota pesadilla de una plancha que pierde el control y nos aplasta como en la C-600. Aquí todo es más ágil y más ligero.
Somos muchos, la mayoría individuos femeninos. La voz que nos llama al turno es casi incomprensible. No sabemos el orden en que entraremos porque este depende de los accesorios del aparato. Es decir que estamos divididos de acuerdo a la parte del cuerpo en la que tenemos el dibujo del cuadro. Por dentro la sala es grande, la plancha está en el centro. A un extremo hay un biombo de madera y al otro un vestidor improvisado con sábanas y batas blancas. El turno de cada una lo indican las luces rojas que se encienden y apagan acompañadas de un ruido agudo. Cuando termina el festín de los electrones, la que ya se vistió puede salir discretamente, y la desvestida puede subir a la plancha. Apenas nos miramos con el rabillo del ojo.
Este nuevo equipo se llama C-2100. Todos aspiramos a ser los primeros, a pertenecer al grupo más común para que el aditamento nos asigne prioridad. Al llegar allá ya no pensaremos en los demás que están afuera sino en la descarga, en la sensación tibia y penetrante, en la figurilla negra que presentimos encima mientras, con la cara hacia un costado, miramos la pared y un monitor apagado. Yo volteo a la izquierda, lo cual depende de la zona a tratar, y la mía es la derecha.
En la pared que está del lado izquierdo, los técnicos han puesto un cuadro para brindar calidez a la aséptica sala. No es un cuadro artístico, se trata de ese tipo de pinturas al óleo que representan una casa blanca de adobe con bugambilias moradas colgando hacia afuera, en la esquina de cualquier calle empedrada. La casa tiene tres ventanas en fuga y, casi en primer plano, una puerta casi tan angosta como las ventanas. Más que una entrada formal, parece un orificio irregular y oscuro, con bordes mal definidos. Esto último me hace pensar en la descripción de un tumor. La «marialuisa» del cuadro es de yute natural y afuera tiene un marco muy grueso de madera. Todo se aprecia con exactitud después de las cinco sesiones, cuatro serían demasiado poco, seis veces, creo que harían que uno se pregunte, ¿qué mira la que tiene que voltear a la derecha?
A punto de terminar las sesiones, exhausta y con piel transformada, siento ansiedad por volver, por prolongar los momentos de espera, por oír el nombre de los otros, por vernos desvanecer y reincidir. Me surge un temor extraño de necesitar más vueltas, mayor mérito de ser esterilizada, atendida por los seres y las máquinas que remueven el mal. Quisiera una memoria capaz de recordar cada tornillo y palanca, haber contado cada segundo para recrearlo en cualquier momento de posición horizontal. Desearía las coordenadas de ajuste, las anotaciones específicas, las fotos del paulatino enrojecimiento, de la pérdida de vello y de olor. Anhelo la esperanza de mi seudónimo inexacto con tal de que sea dicho, saber que esos minutos serán suficientes para no olvidar las puertas, el resplandor de las luces y el camino de vuelta.
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