Recuperación

Esta entrada pertenece a la serie: Cáncer

Pasan de las seis de la tarde y apenas voy saliendo del trabajo porque mi hijo quiere un piano para sus prácticas. No puedo negárselo, así que hago horas extras para juntar. Las compañeras de la tarde tienen hijos también, platicamos de cosas ordinarias, del clima, del tráfico, de los cursos que vamos a tomar, etc. A una de ellas le gustan los negocios, a veces hace tandas y también ofrece cosas por catálogo. Yo necesito para el piano de Carlos pero no soy buena en las ventas. Ella sí. Ayer, cuando empezaba yo a sentirme cansada, como a las cuatro de la tarde, llegó conmigo y las otras tres a quienes nos tocaba. Se metió del lado del mostrador y sacó su maleta, entonces nos prometió que nos haría sentir «manos de seda». Primero nos puso una cremita granulosa para exfoliar, todas obedecimos sus instrucciones y nos dábamos masaje entre los dedos con los brazos para arriba, después nos mandó a enjuagar y al final nos puso una hidratante. De verdad teníamos la boca abierta y no nos dejábamos de acariciar una mano con otra, nos sentíamos bonitas y hasta relajadas. Total, ellas le compraron sin saber siquiera cuánto costaban. En un ratito se embolsó una buena ganancia.

Hoy ya siento la piel reseca porque me tengo que lavar a cada rato hasta los codos con bastante agua y jabón. Fue un día muy ajetreado, no dejaban de llegar uno tras otro a la sala. Desde que empezó mi turno de la madrugada, comenzó la acción. Y yo a atender a los que me tocan, equitativamente, para que no haya problemas. Pero como sale a la suerte, a veces los de uno son lo más malitos, aunque casi siempre hay de todo. Muy de vez en cuando pasan cosas como la de hoy: llegó un señor de setenta y tantos. Entró al quirófano a las ocho de la mañana y a la sala de recuperación hasta la una, pobre, no podía despertar bien de la anestesia. Yo le decía fuerte «donrauuuuuuúl, yaloperaaaaaaron, ¿cómo se sieeeeeente?» y él apenas abría los ojos. Me iba a ver a los otros pacientes, que respondían rápido y me volvía a acercar a él: «donrauuuuuuuúl». No contestaba aunque parecía oírme, yo sólo me encargaba de que todo estuviera en orden con sus signos vitales aunque mi papel aquí es hacer que salgan despiertos, conscientes, ya sin náuseas.

Poco a poco se fueron yendo los que habían entrado al mismo tiempo que él, la sala se fue quedando vacía. Mis compañeras salieron a la cafetería, yo me espero a comer en mi casa porque tengo que ahorrar para el piano. No es que me guste el instrumento ni que sepa yo nada de música buena, no me gusta ni oír a mi hijo cuando ensaya en el tecladito que tiene ahora, va empezando, le falta mucho para tocar algo por lo menos de corrido. Me convenció cuando me puso una pieza muy larga en la computadora y después me explicó, lo mejor que pudo, de qué se trataba, en qué pensó el músico, qué dijeron los otros de él, cómo se hizo de seguidores y muchas otras cosas. Me admiré de que mi chavo tuviera tan buena memoria. Le pregunté si era su favorita. Entonces se quedó callado y me dijo que cuando escuchaba esa pieza, «su alma se conmovía» y lo hacía sentir «la vida y la belleza». Y mientras me lo decía se puso rojo de la cara. Me di cuenta de que su deseo por tocar era algo muy especial, algo serio que yo todavía no podía entender pero que le hacía necesitar un piano de verdad.

Pienso mucho en ese momento durante las guardias, hasta me aprendí sus palabras. Sobre todo hoy, cuando me quedé sola con don Raúl. Jalé una silla para sentarme junto a él y ya no le grité, sólo le tomé el pulso y me quedé un ratito acariciándole la mano, morada de piquetes, con las mías que ya no tenían la suavidad de la seda pero querían hacerlo reaccionar, porque si un paciente no ha despertado bien y no sabe qué le pasa, no se puede considerar que esté recuperado. Entonces dio un brinco y despertó. (Donrauuuuuúl), dije quedito, (yaloperaaaaron, ¿comosesieeeente?) Abrió sus ojitos un poco más y me miró extrañadísimo. (¿Se acuerda que lo iban a operaaaaaar?, pues ya loperaaaaaron, salió todo bien.) Conforme yo hablaba él usaba sus pocas fuerzas para apretarme más, mientras lo hacía se le fue dibujando una sonrisa que le arrugaba toda la cara y por los surcos le caían unos lagrimones. Me preguntó con su voz gangosa, «¿entonces… todavía estoy vivo?» Yo le dije que por supuesto. Gracias, me contestó, gracias. ¡Me dio las gracias el señor!, como si yo hubiera hecho algo por él, como si lo hubiera operado o curado del cáncer que apenas van a empezarle a tratar. Le faltan cirugías, estudios, quimios y cosas de las que entonces ni se acordaba porque en medio de su aturdimiento y de su dolor se sentía dichoso de haber despertado y para él yo tenía que ver en eso.

Cuando salí ya se había dormido otra vez y no me despedí. Me muero por contarle a mi Carlos que me siento cansada de la emoción, que don Raúl se sonrió y me tocó las manos como si yo fuera la prueba de que no estaba muerto, como si fuera yo una señal de su vida. Le voy a confesar que a mí también me escurrieron unas lagrimillas que me dieron vergüenza cuando regresaron las compañeras con su bullicio, quejándose del precio de las cremas que habían comprado ayer. Le voy a decir que me sentí testigo de la felicidad y le voy a decir que creo que ya sé lo que siente cuando escucha tocar aquella pieza de piano.

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Jojana Oliva
Jojana Oliva

Maestra en Literatura Comparada (UNAM). Interesada en teoría, crítica, creación literaria así como en la relación entre las artes y entre literatura y ciencia.

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