Esta entrada pertenece a la serie: Cáncer
De esta sala a mi libertad hay ciento ocho pasos. Los conté cuando me avisaron que el tratamiento sería largo. La radioterapia para mí significa que me saquen del infierno en donde vivo y me traigan al hospital todos los días para unas quemadas en mis partes.
El primer día que vine todos me miraban porque soy muy grande y mal encarado, y claro, traigo puestas las esposas. Mis pisadas no son las de un hombre que va hacia la muerte, tampoco me siento como el viejo cansado y enfermo que soy porque hay una esperanza dentro de mí cada día que pasa. Hace poco comenzaron los síntomas: son detalles asquerosos de sangre, orines y pus que prefiero no recordar. No quiero vivir así, tampoco quiero morir sin dignidad y sin placeres, como toda la gente, creo yo.
En la escuela sacaba dieces con tanta facilidad que me sobró tiempo para hacerme de una reputación entre los vagos de la cuadra. Me volví de los malos, ni modo, allá me llevaron mis decisiones, hasta la cajuela del carro donde mi delator y yo trasladamos un cadáver. Por eso estoy guardado desde hace mucho, en un par de años termina mi condena, aunque allá adentro el tiempo tiene otro precio. La vida en Oriente es indigna, cuando uno llega lo tienen que amarrar de los barrotes para dormir parado. Todo se trata de golpes, de miedo, de soledad. Uno deja de sentirse humano. Usted no puede imaginarse lo bajo que se puede caer, la maldad que se vive. En cambio aquí, cuando me operaron, me dieron una cama y comí tranquilamente dos días.
¿Tengo hijos?, sí, varios. No… hierbas y remedios no puedo tomar, no se puede en donde estoy. ¿Macrobiótico, dijo?, no entiendo qué es eso. Perdone, ya me llamaron. Aquí me dicen por mi nombre, debo esperar mi turno como todos los demás, eso me gusta mucho. No me dan trato especial, sería humillante para mí, pensaría que les molesta mi presencia. En cambio, me sientan en una de las sillas, en la que sea, la que esté desocupada, con personas a mis lados que me dan los buenos días y me dicen salud cuando estornudo, como usted. Hasta quiero que se tarden más, que me dejen hasta el final. Pero ya me toca.
La primera vez que entré a que me irradiaran me sorprendí mucho. Los aparatos están todos limpios, no hay malos olores. Mientras las máquinas hacen lo suyo, yo miro muy quieto todos los rincones, me imagino cavando un agujero para escaparme a gatas y salir del otro lado de Tlalpan. Otras veces, cuando estamos cerca de la salida, pienso en lo que haría si hubiera un terremoto justo en el momento en que vamos cruzando la puerta. Todos quieren salir a la calle, se empujan y gritan, se van pegando con las sillas de ruedas en las piernas. El caos. Solo me mira la muchacha flaca de la entrada, la que pide dinero para sus medicinas, yo le sostengo la mirada sin detenerme. Luego me veo claramente ignorado por todos, cruzando el parque, corriendo sin voltear hacia atrás y carcajeándome como loco entre los arreglos de flores que están en el mercado de enfrente. Y más tarde me veo a mí mismo con cara de idiota, en Xochimilco, respirando mi libertad pero gritando de dolor y sin quién me cure.
Por eso prefiero esperar un momento más inteligente entre enfermos, como yo, oyendo las conversaciones e imaginando que platico con usted aunque en realidad, tengo prohibido hablar con la gente. Yo siento que me entendería. La escucho hablar con las de al lado, por los consejos que les da, se ve que es buena. Me recuerda a mi madre, no sé por qué, usted debe ser menor que yo. Tal vez por el aire maternal que tiene con los demás, me hubiera gustado que fuera mi madre porque la verdad que la mía ni siquiera es cuidadosa.
Me siento mejor desde que me operaron pero quisiera seguir viniendo. Antes de venir aquí tenía mucho que no veía la calle. En la primera salida me sentí estúpido, con la oportunidad de escapar pero atrapado por la enfermedad, eso no ha cambiado mucho. Los del dormitorio no entienden eso, es que estamos acostumbrados a tener la vida comprada y no saben que la clase de muerte que se respira aquí, de alguna forma revive. Cuando me bajo de la plancha, la doctora me ayuda a sentarme, quisiera agradecerle porque agradecido sí soy, la cosa es que no sé cómo, no me animo a dirigirme a las personas del hospital, bueno, ni una pinche sonrisa, ya ve usted. Esos gestos hubieran sido mi fin en la cárcel, ya no los uso más.
Me dan la próxima cita y, como todos los días, empiezo a contar: uno, dos, tres, cuatro… Quisiera decirles hasta mañana pero ni la vista levanto. Cuando todo termine me voy a ir, es lo menos que puedo hacer si me digo hombre, ¿qué puede ser peor que ahora?, ¿que me agarren?, no cambia nada. Diez, veinte, treinta… antes de salir hay un cajero, de ahí sacan dinero los doctores y algunos pacientes, billetes grandes, hasta me brota más saliva. Me deslumbra el sol que va saliendo, pone todo anaranjado. Noventa y ocho, noventa y nueve. Y va saliendo usted también, ya terminó su sesión, ¿a dónde irá?, ¿por qué nadie la acompaña? Le juro que si hoy fuera el día, me la robaría encantado, me la llevaría a no sé dónde, a que se le olvide que estuvo enferma, a mirar juntos mejores amaneceres.
Esta entrada pertenece a la serie: Cáncer