Esta entrada pertenece a la serie: Cáncer
Hoy debo hacerme estudios. Me citaron a las siete de la mañana. Ya son las once y sigo esperando entre decenas de mujeres como yo. Cuando fui al baño, como una alucinación, escuché villancicos. Son cancioncitas que no me gustan. Se oyen a lo lejos, entonadas por voces infantiles. Regreso a mi asiento. Estoy revisando mi capítulo cinco, llevo pluma de tinta roja para señalar lo que no me gusta y anotar lo que le falta. Es difícil porque las mujeres a mi alrededor están platicando. Las oigo porque me interesa lo que dicen. Hablan de su enfermedad, de los años que llevan de «sobrevivientes», de su familia… Yo quiero que lleguen al punto en donde confiesen si los estudios duelen. No miro más allá, sólo quiero saber si lo inmediato lastima, ya después me preocuparé por el significado que daré a mi existencia y el valor de las personas. Pero no tocan el tema.
También me molesta el ruido porque estoy muy atenta a que me llamen. Cada tanto salen las doctoras, no todas tienen la voz fuerte, estoy sentada muy lejos de la puerta, la sala está repleta. No me gusta estar aquí. Me distraigo escribiendo lo que veo. Unas bordan, otras tejen, muchas hablan porque van acompañadas. Yo vine con Susana pero no quiero hablar con ella porque su voz es muy fuerte y quiero saber qué dicen las doctoras, qué dicen las enfermas de la enfermedad. Así que finjo concentrarme en la lectura, quisiera concentrarme en mis hojas.
Casi nadie pronuncia bien mi nombre, debo intuir y pararme cuando digan algo parecido. La gente sube la voz cada vez más y las mujeres pequeñas susurran nuestros apellidos larguísimos. Cuando abren la boca y nadie se acerca, quisiera preguntarles si fue a mí a quién llamaron pero desde atrás sale alguien despacio empujando una silla de ruedas. No es a mí, no es a mí. Entre el murmullo escucho acordes conocidos y vocecillas, le digo a Susana mi sospecha: vienen para acá. Quince adolescentes, las mujeres llevan exquisita falda roja de terciopelo con bordes blancos y los hombres gorro de los mismos colores, todos sonríen de forma exagerada, sus ojos miran evasivos por encima de nuestras cabezas, temen a los enfermos. Los acompañan dos adultos, uno encargado de poner la pista y otro con una bolsa gigante. Tres, dos, uno… noche de paz.
Sólo a mí parece molestarme. Todas están mirando atentas a los niños de escuela particular que emiten desde sus sanas gargantas el tono más dulce del que son capaces. Detrás del coro, aparece una botarga de reno que mueve las enormes manos como viejo declamador, así que no puedo escuchar y tampoco ver a mis doctoras. Todos felices. Ahora beben los peces en el río. Yo no soy creyente. Van a decir unas palabras. Vienen a traer un momento de «amor» y de «esperanza». Piden que las pacientes se pongan de pie y se formen. De la bolsa, los niños de colegio religioso, sacan paquetitos de celofán. Son regalos. Incluyen: una bufanda tejida, pañuelos desechables y una botella de agua. Yo no me paro, ya quiero irme. Ellos dicen «¿Quién quiere un abrazo?», y aprietan a personas que ni conocen.
Los chavos sienten que confortan a moribundos y con eso expían quien sabe qué «pecados» imaginarios, cometidos o por cometer. Yo no pienso morirme, tampoco puedo leer, ni escuchar, ni enterarme de nada. Mejor voy al baño otra vez. No hay papel, debí aceptar el regalito. Por suerte ya se fueron. Me pregunto a qué convocan las escuelas para que resulte una escena tan patética y frívola como esa. La gente ya los olvidó pero, por un momento, les hizo gracia ver a muchachitos con frenos en los dientes cantando bonito. Muchas llevan diez años practicándose el mismo trío de estudios cada seis meses, para mí son los primeros y de eso depende mi tratamiento. Yo soy la nueva, la impaciente, la urgida.
Después del primer estudio, el doloroso, me hacen regresar a la sala. Todo en etapas, analizan el primero, luego llaman al segundo, etc. En la sala hace frío todo el tiempo. Yo sin bufanda. Hace cinco horas que trato de leerme a mí misma. Ya no quiero oír hablar de tés medicinales, de depresiones y conversiones al cristianismo. No me gusta lo que escribí, cuando retomo la lectura vuelvo al mismo párrafo desde hace incontables minutos. A lo lejos campanas de Belén. No quiero estar enferma. Este día es muy largo… y los que vienen.
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